Y a ese «salir de sí», para comunicarse y donarse, lo llamamos «revelación». Un término precioso, que deberíamos cuidar, con el que queremos hablar de algo fascinante: Dios, antes de que el hombre pueda ir en su búsqueda, cuando es como un niño pequeño que gatea en la fe, va hacia él para hacerse el encontradico y protegerle. Al igual que cuando éramos niños nuestros padres se asomaban en la cuna, y nos robaban una sonrisa haciendo una carantoña, así me imagino yo a Dios en mi vida espiritual en más de una ocasión. Y al igual que no recuerdo la cara de mis padres, porque yo era pequeño, entiendo que tampoco puedo recordar esta preciosa y hermosa relación con Dios, en la que él se dejaba ver y a mí me alegraba el alma.
La revelación divina pertenece a un orden de conocimiento inalcanzable para el hombre, por el hombre mismo. Sí es capaz de recibirla, porque está capacitado para acogerla. Pero no para crearla por sí, ni imaginársela tan siquiera. Porque corresponde al ámbito del Misterio personal de Dios. Del mismo modo que podemos estar mirando a una persona o familiar eternamente, sin saber qué piensa o qué siente o qué quiere, porque ni el pensamiento, ni el sentimiento, ni la voluntad se pueden ver, así ocurre con Dios. Nuestra capacidad llega hasta donde llega, que es a vislumbrarle y amarle como absoluto, como eterno, como principio y origen de todo. Pero de ahí a que ese Absoluto quiera hablar conmigo, darse a sí mismo y compartir su vida, hay un salto infinito. A este salto lo llamamos revelación, porque Dios se re-vela, se muestra y vuelve a su ser.
Además de contarse a sí mismo, da a conocer su voluntad y designio de salvación, su compromiso, por así decir, con el hombre desde la eternidad. Ya no es que Dios sea origen de todo, incluido el hombre, sino que en ese diálogo el hombre mismo aprende que ha sido creado por amor, no de cualquier modo, ni de cualquier manera, y con un destino de amor, para el amor y para la comunión con Dios. Y por tanto, todo hombre, dentro del proyecto de salvación de Dios, ocupa un lugar y tiene una misión. Este carácter salvífico de la revelación llega a su culmen no en los grandes padres y profetas del Antiguo Testamento, sino en el mismo Hijo, como muestra definitiva y última -en tanto que final- de Dios con el hombre. En Jesucristo todos conocemos lo que el Padre desea de nosotros, y el amor que nos tiene, por la Cruz y la Resurrección.
Y también la revelación comporta un carácter pneumatológico, en la entrega del Espíritu Santo, como Dios que vive y alienta en el corazón y la vida de las personas, y los llama a la comunión plena con él. Una unidad que a nosotros se nos escapa, tanto como destino, como en los medios por los que podemos alcanzar semejante libertad y tamaño amor. Lo que Dios nos cuenta, de este modo, se nos da como eternidad, en tanto que siempre fue su voluntad amar y salvar a los hombres, entablar con ellos trato de amistad y cercanía, disfrutar juntos de todo lo creado en su orden, belleza y esplendor.
Es la revelación, la que capacita para la respuesta, para el conocimiento y para el amor, al igual que cuando alguien nos llama por nuestro nombre en mitad de la multitud, y nos conoce y reconoce, y se muestra interesado en nuestra presencia aunque nosotros vivamos en la ignorancia. Dios, de esta manera, se abaja a nosotros y a nuestro lenguaje y formas, para que a través de ellas sepamos trascender e ir más allá de las mismas, hacia otro orden de realidad en el que el cielo y la tierra no estén divididos, en el que el hombre no esté encerrado en sí mismo sin los otros, en el que el hombre y la creación no se vean separados o sientan subordinados irresponsablemente, en el que el hombre y Dios puedan convivir al modo como Padre e hijo en el HIjo, como Creador amante y creatura agradecida.