26-oct. Dios sale al encuentro del hombre

Y a ese «salir de sí», para comunicarse y donarse, lo llamamos «revelación». Un término precioso, que deberíamos cuidar, con el que queremos hablar de algo fascinante: Dios, antes de que el hombre pueda ir en su búsqueda, cuando es como un niño pequeño que gatea en la fe, va hacia él para hacerse el encontradico y protegerle. Al igual que cuando éramos niños nuestros padres se asomaban en la cuna, y nos robaban una sonrisa haciendo una carantoña, así me imagino yo a Dios en mi vida espiritual en más de una ocasión. Y al igual que no recuerdo la cara de mis padres, porque yo era pequeño, entiendo que tampoco puedo recordar esta preciosa y hermosa relación con Dios, en la que él se dejaba ver y a mí me alegraba el alma.

La revelación divina pertenece a un orden de conocimiento inalcanzable para el hombre, por el hombre mismo. Sí es capaz de recibirla, porque está capacitado para acogerla. Pero no para crearla por sí, ni imaginársela tan siquiera. Porque corresponde al ámbito del Misterio personal de Dios. Del mismo modo que podemos estar mirando a una persona o familiar eternamente, sin saber qué piensa o qué siente o qué quiere, porque ni el pensamiento, ni el sentimiento, ni la voluntad se pueden ver, así ocurre con Dios. Nuestra capacidad llega hasta donde llega, que es a vislumbrarle y amarle como absoluto, como eterno, como principio y origen de todo. Pero de ahí a que ese Absoluto quiera hablar conmigo, darse a sí mismo y compartir su vida, hay un salto infinito. A este salto lo llamamos revelación, porque Dios se re-vela, se muestra y vuelve a su ser.

Además de contarse a sí mismo, da a conocer su voluntad y designio de salvación, su compromiso, por así decir, con el hombre desde la eternidad. Ya no es que Dios sea origen de todo, incluido el hombre, sino que en ese diálogo el hombre mismo aprende que ha sido creado por amor, no de cualquier modo, ni de cualquier manera, y con un destino de amor, para el amor y para la comunión con Dios. Y por tanto, todo hombre, dentro del proyecto de salvación de Dios, ocupa un lugar y tiene una misión. Este carácter salvífico de la revelación llega a su culmen no en los grandes padres y profetas del Antiguo Testamento, sino en el mismo Hijo, como muestra definitiva y última -en tanto que final- de Dios con el hombre. En Jesucristo todos conocemos lo que el Padre desea de nosotros, y el amor que nos tiene, por la Cruz y la Resurrección.

Y también la revelación comporta un carácter pneumatológico, en la entrega del Espíritu Santo, como Dios que vive y alienta en el corazón y la vida de las personas, y los llama a la comunión plena con él. Una unidad que a nosotros se nos escapa, tanto como destino, como en los medios por los que podemos alcanzar semejante libertad y tamaño amor. Lo que Dios nos cuenta, de este modo, se nos da como eternidad, en tanto que siempre fue su voluntad amar y salvar a los hombres, entablar con ellos trato de amistad y cercanía, disfrutar juntos de todo lo creado en su orden, belleza y esplendor.

Es la revelación, la que capacita para la respuesta, para el conocimiento y para el amor, al igual que cuando alguien nos llama por nuestro nombre en mitad de la multitud, y nos conoce y reconoce, y se muestra interesado en nuestra presencia aunque nosotros vivamos en la ignorancia. Dios, de esta manera, se abaja a nosotros y a nuestro lenguaje y formas, para que a través de ellas sepamos trascender e ir más allá de las mismas, hacia otro orden de realidad en el que el cielo y la tierra no estén divididos, en el que el hombre no esté encerrado en sí mismo sin los otros, en el que el hombre y la creación no se vean separados o sientan subordinados irresponsablemente, en el que el hombre y Dios puedan convivir al modo como Padre e hijo en el HIjo, como Creador amante y creatura agradecida.

23-oct. Capaz de Dios

Me resulta curioso, y atractivo al mismo tiempo, que el catecismo comience hablando tan sublimemente del hombre, de cómo se entiende al hombre a la luz de la fe. No es un previo didáctico, ni se trata a mi entender de una imposición. Más bien lo acojo como una llamada a comenzar su lectura mirándome a mí mismo, contemplando la humanidad a mi alrededor. Retoma por tanto una perspectiva que, como se había dicho antes, busca dar respuesta al hombre de hoy, y de todos los tiempos.

En esta antropología breve tiene dos claves principales, que son el deseo y la búsqueda, que a mí personalmente me son muy familiares. Pero sobre todo, y por encima de ellas, afirman que el hombre está estructuralmente hecho, ha sido creado, para algo más que para sí mismo, para «un más» que encuentra respuesta definitiva y plena en Dios. Su deseo y sus búsquedas se originan en la huella de Dios en su propia creación, y en su particular destino: por Dios y para Dios.

  1. El deseo del hombre tiene raíces profundas. No se queda en apetencia ni en ganas, sino que busca aquello que le dé sustento y consistencia. En él el hombre puede descubrirse como ser hacia lo infinito y eterno, con dirección. Un deseo tan grande sólo puede ser saciado por Dios. A través de su propia tensión, y desde el hombre mismo, Dios atrae a la humanidad hacia sí para concederle su dignidad más alta. La vocación del hombre se realiza plenamente en la comunión con su Creador, y por tanto en el respeto a su propia creación.
  2. Este deseo se ha configurado religiosamente de múltiples maneras, de tal modo que podemos decir que todo hombre es un ser religioso (de re-ligar, de volver a unir). Necesita concretarse, vivirlo ya, «formalizar» lo que siente, expresar lo que vive. Lo cual me invita hoy, más que nunca, a buscar las formas en las que ese deseo anterior se concreta y se encarna. Tanto en las formas de vida modernas, y tecnológicas, y científicas, como en aquellos aspectos personales de todo hombre, que hace suya la tensión hacia lo infinito.
  3. Lo anterior, tanto su deseo como su religiosidad, pueden ser olvidadas, desconocidas o rechazadas. El ser humano por tanto está necesitado de una pedagogía, de una atención a sí mismo y de un reconocimiento de sí mismo. Pero tanto el olvido como el rechazo puede estár motivado por muy diversas causas. Con seriedad debemos tomarnos, por tanto, el testimonio que damos y las estructuras que generamos en nuestro mundo. El Catecismo no silencia que, en no pocas ocasiones, este rechazo y olvido puede tener su origen en las riquezas como en la vida disoluta de los creyentes.Dicho de otro modo, que aquel hueco que en el hombre corresponde a Dios, sólo Dios puede llenarlo perfectamente, pero puede ser «ocupado» por otras muchas realidades.
  4. Pero también hace notar que el hombre puede ocultarse de Dios, más que Dios del hombre, y rechazar su llamada y palabra, más que Dios deje de hablar con él. Actitud ambas del hombre pecador, que, como Adán en el relato del Génesis, intenta alejarse de Dios para no ser ni visto, ni conocido, ni enfrentado a su propia verdad. Me parece importante subrayar que quizá en una sociedad como la nuestra encontremos más personas «heridas» y «alejadas» por esta causa que por muchas otras; personas que no se acercan a Dios por miedo a sí mismas, por descontento y vacío consigo mismas, por no pensar, por no sentir, por no recibir más de lo que no están dispuestas a querer encontrar. Por miedo también a que Dios les pida cambiar su vida sin saber cómo hacer para amar, o para decidir en libertad, o para responder por entero a su Palabra. Quizá algunos jóvenes, dentro de la masa, como algunos mayores, acomodados en sus respuestas, prefieran no dejarse interrogar de este modo, ni entablar diálogo sobre sí mismos.
  5. Dios no cesa de llamar a los hombres. Por lo tanto, que se alegren los que buscan a Dios, o andan perdidos. Porque, al igual que la parábola del buen pastor que deja sus ovejas, el Padre nos sale al encuentro y nos llama. Y es cuestión de tiempo que escuchemos su voz, y en su palabra reconozcamos nuestro propio nombre, con la dignidad de hijos. Y nos llama y busca para que tengamos vida y felicidad, para siempre, sin que nadie pueda quitárnosla jamás. Nada hay, por tanto, que pueda separarnos definitivamente de Dios, a no ser el hombre mismo, a no ser que el hombre mismo se niegue a escuchar.
  6. Esta búsqueda de Dios, desde el hombre mismo, exige de él (1) todo el esfuerzo de su inteligencia, (2) la rectitud de su voluntad, (3) «un corazón recto», (4) y el testimonio de otros creyentes que le enseñan a buscar a Dios. Lo cual, visto así y con tanta contundencia, me hace alegrarme por haber recibido mi fe de manera fácil y doméstica, en casa y con la familia, nutrida de experiencias de todo tipo. También he experimentado el conflicto de las preguntas y dudas, de la falta de compromiso y de mi propia incoherencia, de la doblez de corazón y del pecado dentro de mí, y sufrido el testimonio poco evangélico de los que nos decimos creyentes, incluido el propio testimonio. Pero, por ello, le doy gracias a Dios por haber recibido y acogido la fe. Sin embargo, más allá de la propia experiencia veo en esta búsqueda del hombre que el Catecismo invita a lo más humano, y a la coherencia con uno mismo en cualquier estado y forma de vida. ¿Acado puedo pensar que ya lo he alcazado todo? ¿O me tengo que ver, sinceramente, también como un buscador más a quien se le pide tanto? ¿No es este un camino de purificación para mayor rectitud, para mayor entrega, para mayor libertad?